Del 4 al 14 de Julio estuve en Jerusalén participando en un seminario sobre la Shoá, que es como denominan los israelíes al holocausto perpetrado por la Alemania nazi durante la segunda Guerra Mundial y que costó la vida a más de 6 millones de judíos por el solo hecho de serlo.
La monstruosa ideología que movió a los nazis a exterminar al pueblo judío diseminado por toda Europa también extendió su acción aniquiladora sobre otros grupos: los homosexuales, los discapacitados, los indigentes, los gitanos, los republicanos o los, simplemente, no adeptos al régimen nazi.
Tratar de entender esta singular barbarie me ha llevado 100 horas de estudio, pero la sensación de indefensión, pánico y vergüenza ajena frente a mentalidades de esta naturaleza creo que me acompañará toda la vida.
Una cosa me ha quedado muy clara: no hay amenaza más perversa y peligrosa para una sociedad que el fanatismo totalitario. Sus armas son la supresión de todo derecho y libertad individual y la implantación de la violencia y el miedo. Su éxito: lograr que todos los miembros de la comunidad, divididos en víctimas y en verdugos, dejen de comportarse como seres humanos; los verdugos porque son convertidos en criminales, y las víctimas porque, sometidas a situaciones límites de hambre y hacinamiento, se transforman en supervivientes deshumanizados bajo el peso del horror y la feroz ley del más fuerte. Esto explica que en los guetos judíos las mejores personas, junto con las más indefensas, fueran, por lo general, las primeras en morir.
Otra terrible consecuencia del genocidio nazi fue que aquellos que en principio no se hallaban ni en el grupo de las víctimas ni en el de los verdugos, pasaron a ser observadores pasivos, situación que también los destruyó, porque algo esencial muere en aquel que se limita a mirar hacia otro lado cuando sus ojos se topan con la brutalidad y el sistemático exterminio de millones de seres humanos, ancianos, adultos y niños.
Debemos aprender la lección y defender nuestro sistema de libertades, a pesar de sus defectos, porque ninguna democracia está inmunizada contra el totalitarismo. No podemos quedarnos impasibles ante movimientos sociales o actitudes personales que se nos imponen por la fuerza o la violencia, pues sólo con el diálogo y el consenso basados en la justicia y en la fraternidad es posible construir sociedades humanas dignas de ser llamadas así.
Fui a Jerusalén en busca de algunas respuestas y volví con un montón de preguntas. La primera sería: ¿qué nos enseña la Shoá del pueblo judío? El último exponente del seminario concluyó afirmando que era necesario conservar la memoria de la Shoá porque forma parte de la historia del pueblo judío, pero que también había que empezar a cicatrizar heridas si no querían ser víctimas del holocausto de por vida.
¿Qué quiso decir con estas palabras? Pues que, aún hoy, muchos israelíes viven bajo el miedo a ser perseguidos y aniquilados de nuevo. Es este temor el que hace que, para protegerse, inconscientemente se refugien en su identidad tribal de "pueblo elegido" y eternamente perseguido, lo cual no deja de ser un paradójico “retorno al gueto”. Tal vez sea esta especie de paranoia colectiva la razón por la que el Estado de Israel obliga a todos sus ciudadanos y ciudadanas, una vez terminados sus estudios básicos, a realizar tres años de servicio militar, donde son instruidos para participar en los conflictos armados que surjan, como los ya vividos con el Líbano, Siria o, actualmente, con los palestinos.
Y me pregunto: ¿merece la pena vivir una vida bajo la continua sospecha y desconfianza hacia todo lo externo al grupo endogámico? ¿Tiene razón de ser vivir en un permanente estado de amaneza y de guerra? ¿Es sano cargar sobre la conciencia colectiva el sufrimiento de miles de palestinos, justificándolo desde la memoria histórica de su propio sufrimiento ante los nazis?
Creo en el valor de la memoria tanto como en el valor del perdón. Y pienso que sólo una educación emocional basada en estos dos valores permitirá a un pueblo masacrado, como lo fue el judio, superar el lado trágico de su historia y volver a confiar en "los otros", dejando de ver el mundo en términos de “nosotros” y “ellos”.
Esta transformación implica educar en el amor y en la compasión, implica comprender y compartir el dolor del otro, implica, en fin, despegarnos de nuestra indiferencia hacia todo lo que no sea “lo nuestro” y sentirnos y tratarnos todos como iguales.
Recuerdo algo que nos contaron sobre una mujer judía confinada en un campo de exterminio. Un militar de la
SS que topó con ella le preguntó: ¿y tú quién eres? Y ella contestó: un ser humano. Pudo haber respondido apelando a cualquier característica particular que la definiese, pero decidió recordar a su agresor que ambos eran lo mismo: seres humanos. Muy sabia respuesta.
Si algo he echado de menos en el seminario es esta educación emocional en el “después” del holocausto. Tal vez esto explique el hecho de que todas las miradas con las que me he ido encontrando durante estos días no me miraran a mí, y si lo hacían, fuera de reojo, huyendo del encuentro sincero entre seres humanos iguales y valiosos. He percibido en esas miradas la desconfianza y el recelo, cosa que me entristece porque en mi esfuerzo por comprender lo que sucedió en aquellos años malditos del siglo pasado había una actitud de generosidad y de acercamiento sincero y abierto.
Sólo me queda desearle al pueblo israelí sabiduría y valentía en su proceso de superación del pasado para que sus futuras generaciones sean capaces de liberarse del desesperanzador peso de ser “víctimas de la injusticia”. Porque lo peor de ser víctima no es el dolor sufrido, sino las secuelas que nos impiden apreciar la belleza de la vida en toda su extensión y riqueza.
Hay una frase que ilumina muy bien este tema: “es mejor sufrir una injusticia que cometerla”. La dijo Sócrates, que prefirió morir injustamente, antes que dejar de comportarse como un ser humano íntegro y coherente con lo que enseñaba.