Si alguien nos dijera que ama las flores y viésemos que se olvida de regarlas, no creeríamos en su amor a las flores; vemos pues que preocuparnos por el bienestar de lo que amamos es imprescindible. “El amor es una preocupación activa por la vida y el crecimiento de aquello que amamos”. El cuidado y la preocupación implican otro aspecto del amor: la responsabilidad. A veces entendemos que ser responsable es estar obligado a cumplir con una serie de deberes, pero en su verdadero sentido se trata de un acto voluntario. Ser responsable es estar dispuesto a responder a las necesidades de otro ser humano. Cuando hablamos de necesidades no me refiero sólo a las físicas, sino sobre todo a las psicológicas y afectivas. Superar miedos puede ser fundamental para nuestro hijo o para nuestra pareja, y hay que dar al otro el tiempo que necesite para afrontarlos. Intentar cubrir las necesidades del otro nos puede dar cierto poder sobre él; podría pasar a depender de nuestro sustento, si no fuera por el tercer componente del amor: el respeto. Si atendemos al significado de su raíz, “respicere”, respeto significa mirar, estar atento a lo que la otra persona necesita sin intentar cambiarla, permitiendo que se desarrolle y crezca como ella decida, hacia donde quiera y al ritmo que pueda, no como nosotros queremos y deseamos, sino teniendo en cuenta lo que ella quiere, y sosteniéndola afectivamente. Y llegamos al último elemento del amor: el conocimiento. No es posible respetar al otro sin conocerlo. No podemos apoyar a alguien en su crecimiento personal sino sabemos quién es: así nuestro amor sería ciego. Y este saber es un saber profundo que se cocina a fuego lento sin presiones ni agobios, con paciencia, comprensión y dulzura. Crear vínculos requiere artesanía y el artesano necesita aprender el arte si quiere construir un amor de calidad. La calidad implica hacer las cosas bien, y para lograr este objetivo hay que empeñarse. Pero no conozco a nadie que se haya arrepentido cuando lo ha logrado. Sin embargo, sí sé de miles de millones que sufren de insatisfacción, producto de su negligencia y desidia en el cuidado de lo que dicen amar.
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¿Pero cómo, agotados del segundo y largo trimestre y sin comentar este segundo artículo?
ResponderEliminarDisculpad la extensión del mío.
¡Ahí van mis visiones II!
Y consolados, y orgullosos, y soberbios decimos haber dejado de ser niños o adolescentes y haber “pasado a ser adultos”. Tratamos de consolar nuestras lágrimas cuando sentimos que el amor cruje y se resquebraja diciendo estupideces como “mejor sólo, que mal acompañado”. Y no es que yo no quiera ser “maduro” y “adulto” y dejar la “pataleta y el llanto”, es que quiero que en mi “madurez” siga viva la luminosa ingenuidad y fe, o credulidad de mi infancia, y también la imaginación, idealismo y fantasía de mi adolescencia y juventud que “pintaba todo de color de rosa”, al lado de ese fruto maduro al que llamamos experiencia…de la vida. Fruto que a veces dejamos se pudra de amargura y fracaso, y desilusión. Lo bueno es que a nuestra edad, como “adultos experimentados”, ya conocemos el sabor de lo dulce y lo amargo, y lo bueno es que de nosotros y nuestra actitud depende, la mayoría de las veces, saborear lo uno o lo otro: lo dulce o lo amargo. Y los hay que en su madurez cantan a su amargura a lomos de mula vieja y se autocompadecen en ella y en el pesimismo del desamor o la desdicha, y los hay que cantan a su dulce niñez, que sigue jugando en la arena y gritan su ingenuo optimismo: ¡Que siga jugando!, y si duele, que duela…
Vaya, vaya: justicia, liberación y ahora humildad y humor, y fe. Ja, ja, ¡vaya unas palabrotas! Bueno, pensaremos en otro momento sobre la humildad, hoy ya no. En el capítulo 4º de El arte de amar Fromm habla de ella, como facultad emotiva que acompaña a la razón, o a la fe racional para ser más fiel a sus palabras. También hay que ver qué es eso del humor, el buen humor, el sentido del humor; algo importante, creo, a la edad adulta. Reírse es más liberador que considerarse “libre del otro y dueño de sí”. Reírse incluso de uno mismo y aceptar con humor, riendo, la risa del otro sobre nosotros, sobre nuestras amarguras adultas, libera más, incluso nos libera de nosotros mismos, de nuestras miserias arrastradas, fantasmas del pasado y prejuicios de experiencia. Pero no siempre se consigue mantener esta cariñosa sonrisa, este buen humor, este humor blanco, aunque me alegra recordar que en mis relaciones adultas lo hemos intentado y conseguido en varias ocasiones y hemos relativizado nuestra experiencia y conocimiento pasado: ese “saber” que pesa como una losa y pre-juzga. Prejuzgar es juzgar lo desconocido desde lo conocido. Y estos pre-juicios dañan las relaciones humanas, sean afectivas o de cualquier otro tipo.
Han sido para mí nuevos aprendizajes:
Es un prejuicio dañino de la edad adulta pensar que el amor es una ingenuidad infantil y adolescente que hay que superar.
Es un prejuicio dañino, egoísta y ególatra pensar que ser adulto consiste en no dejar de pensar ni un momento en nosotros mismos.
Pensar que sentir al otro, es abandonarse a sí mismo,
Pensar que sentirle necesario, es ser débil,
Pensar que apegarnos, es depender y dejar de ser libres…
Pensar que pensar es lo único que importa.
¡Hay tantos prejuicios a los que llamamos experiencia y madurez!
¡Hay tanto desamor y tantos besos que no damos, por creer que con ello somos
“mayores”!
¡Hay tantas tristes maneras adultas de dejar de ser niños y dejar de amar!
Quizá por eso Aquel hombre-dios dijo lo de: “Dejad que los niños se acerquen a mí…”, quizá fuera porque los niños aman, sin saber…y a los adultos, en general, lo que más nos importa es saber…
Quizá, ¿qué sabré yo, Bufón…?
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Fromm me hizo pensar mucho hace tiempo, todavía me hace pensar...¡seré adulto!, tanto pensar, tanto pensar...