Fue por casualidad, mientras preparaba un texto de Aristóteles, cuando descubrí que la palabra “idiota” tiene su origen en el término latino “idiota idiotae”, que a su vez proviene del griego, donde significaba lo privado, lo particular, lo personal.
Con idéntica raíz encontramos en nuestra lengua dos términos más que apuntan hacia ese mismo significado de particularidad y privacidad. Uno es “idiosincrasia”, que significa modo de ser, carácter o temperamento; el otro es “idioma”, y hace referencia a la lengua propia de un determinado lugar.
Pues bien, el idiota era aquél que se preocupaba sólo de sí mismo, de sus asuntos personales, sin prestar atención a los asuntos públicos.
Pasó que como en la Antigüedad griega, y posteriormente en la romana, las cuestiones públicas eran algo serio y de vital importancia para los hombres libres, la palabra evolucionó y su uso se redujo a la categoría de insulto.
¿Por qué? Porque aquél que sólo se ocupaba de lo suyo era alguien despreciable en una sociedad donde existía la convicción de que participar en política, tomando las decisiones importantes para que la vida comunitaria funcionase, era una de las ocupaciones más nobles y mejor consideradas.
Ahora comprendo por qué llevo tiempo, demasiado ya, sintiendo esas enormes ganas de llamar a mis dirigentes nacionales, e incluso a otros de ámbito local, idiotas. No se trata de un simple insulto, que bien ganado lo tienen, sino que además recoge el significado originario de la palabra. Desde que lo sé me siento más tranquila; creo que hasta duermo mejor, porque entender las cosas siempre me da tranquilidad.
Ya sólo queda que los ciudadanos no “idiotas” elaboremos una estrategia para meter a nuestros políticos en “La máquina del tiempo” y enviarlos a la Antigüedad grecorromana, a ver si recuperan, de una vez por todas, aquel espíritu que se tomaba en serio las cuestiones públicas. Mientras tanto, nosotros, los de a pie, intentaremos recobrar el valor de la asamblea y del diálogo para entre todos buscar las mejores soluciones para el mayor número de personas.
Con idéntica raíz encontramos en nuestra lengua dos términos más que apuntan hacia ese mismo significado de particularidad y privacidad. Uno es “idiosincrasia”, que significa modo de ser, carácter o temperamento; el otro es “idioma”, y hace referencia a la lengua propia de un determinado lugar.
Pues bien, el idiota era aquél que se preocupaba sólo de sí mismo, de sus asuntos personales, sin prestar atención a los asuntos públicos.
Pasó que como en la Antigüedad griega, y posteriormente en la romana, las cuestiones públicas eran algo serio y de vital importancia para los hombres libres, la palabra evolucionó y su uso se redujo a la categoría de insulto.
¿Por qué? Porque aquél que sólo se ocupaba de lo suyo era alguien despreciable en una sociedad donde existía la convicción de que participar en política, tomando las decisiones importantes para que la vida comunitaria funcionase, era una de las ocupaciones más nobles y mejor consideradas.
Ahora comprendo por qué llevo tiempo, demasiado ya, sintiendo esas enormes ganas de llamar a mis dirigentes nacionales, e incluso a otros de ámbito local, idiotas. No se trata de un simple insulto, que bien ganado lo tienen, sino que además recoge el significado originario de la palabra. Desde que lo sé me siento más tranquila; creo que hasta duermo mejor, porque entender las cosas siempre me da tranquilidad.
Ya sólo queda que los ciudadanos no “idiotas” elaboremos una estrategia para meter a nuestros políticos en “La máquina del tiempo” y enviarlos a la Antigüedad grecorromana, a ver si recuperan, de una vez por todas, aquel espíritu que se tomaba en serio las cuestiones públicas. Mientras tanto, nosotros, los de a pie, intentaremos recobrar el valor de la asamblea y del diálogo para entre todos buscar las mejores soluciones para el mayor número de personas.