A veces la vida se salta las normas de la razón y decide quedarse con el lado emocional del alma que rompe con ese equilibrio tan sensato. En ese momento, el mundo desaparece y nace nuestro mundo, construido beso a beso en un acto infinito de reconciliación con la vida.
Desde el sentir no te asustan los monstruos de la infancia ni te atrapan los fantasmas del pasado. La luz que te inunda es tan poderosa que se hace insoportable para estos agujeros negros cosidos a tu espalda, y huyen despavoridos. Llega un momento que la carga se diluye y te elevas. Ya no sientes el peso de la vida como lo sentía Sísifo en su absurdo y cansino deambular monte arriba y monte abajo preguntándose todo el tiempo: ¿y tanto trajín para nada?
Desde el amor sólo se puede vivir a manos llenas sin perder un sólo minuto en memeces como mirar el teléfono móvil, porque además los ojos sólo ven la mirada del otro y en su trayectoria se unen las bocas en un acto de comunicación donde sobran las palabras. Las pieles se deslizan como peces de colores en un continuo sin equívocos ni malentendidos, sólo caricias sonrientes que te invitan a vivir a pecho descubierto, sin miedo a nada.
Y en este estado, ¿qué queda, sino pedir que no se quiebre? Porque todos sabemos lo que tiene eso del sentir, que es efímero y frágil, y cuando decide mustiarse lo que nos queda es la memoria. Recuerdos que suavicen los requiebros, y ensoñaciones que alumbren nuevos y anhelados encuentros.
Desde el sentir no te asustan los monstruos de la infancia ni te atrapan los fantasmas del pasado. La luz que te inunda es tan poderosa que se hace insoportable para estos agujeros negros cosidos a tu espalda, y huyen despavoridos. Llega un momento que la carga se diluye y te elevas. Ya no sientes el peso de la vida como lo sentía Sísifo en su absurdo y cansino deambular monte arriba y monte abajo preguntándose todo el tiempo: ¿y tanto trajín para nada?
Desde el amor sólo se puede vivir a manos llenas sin perder un sólo minuto en memeces como mirar el teléfono móvil, porque además los ojos sólo ven la mirada del otro y en su trayectoria se unen las bocas en un acto de comunicación donde sobran las palabras. Las pieles se deslizan como peces de colores en un continuo sin equívocos ni malentendidos, sólo caricias sonrientes que te invitan a vivir a pecho descubierto, sin miedo a nada.
Y en este estado, ¿qué queda, sino pedir que no se quiebre? Porque todos sabemos lo que tiene eso del sentir, que es efímero y frágil, y cuando decide mustiarse lo que nos queda es la memoria. Recuerdos que suavicen los requiebros, y ensoñaciones que alumbren nuevos y anhelados encuentros.