jueves, 29 de abril de 2010

*Somos libres, sin excusas

Hace tiempo leí una historia en la que una extraña mujer disfrazada de ninfa se acercó un día a una cantera donde cientos de hombres trabajaban picando piedras durante largas horas. Lo primero que hizo fue mirar las caras de todos aquellos trabajadores y finalmente eligió a dos de ellos por su marcada y diferente expresión en el rostro.

Acercándose al primero le preguntó: ¿Qué te sucede? A lo que él respondió: estoy harto de hacer cada día lo mismo, odio mi trabajo; sus palabras denotaban tristeza, amargura, cansancio...

Se aproximó al segundo y le preguntó: ¿Por qué tienes esa expresión de alegría en tu cara? Y éste contestó: porque ya me queda poco para terminar mi catedral.

La pregunta que nos surge es: ¿Por qué dos respuestas tan distintas en las mismas circunstancias? ¿De qué depende?

Todos sabemos la respuesta: de nosotros mismos. Es absurdo pensar que es “el afuera” lo que nos salvará de la rutina. Tenemos mucho potencial dormido dentro de nosotros, sólo necesitamos creer en ello. Estar bien no es un estado que se alcanza por las circunstancias; no nos faltan ejemplos de gente que lo tiene todo y lo que trasmite no es precisamente alegría. Y podríamos encontrar tantos otros de personas con circunstancias extremadamente duras, incluso enfermas, que nos comunican paz y entusiasmo.

Construyamos, pues, nuestra catedral particular donde poder guarecernos de la rutina, la cotidianidad y el vacío estúpido de los que piensan que son las circunstancias las responsables de lo que somos. Ya lo señaló Ortega y Gasset, “yo soy yo y mis circunstancias”.

Lo que esta frase indica no es que podamos justificar nuestra amargura y victimismo porque las circunstancias de nuestra vida sean o hayan sido negativas; lo que quiere decir es que los elementos externos nos configuran, nos determinan, pero lo que realmente cuenta es lo que nosotros seamos capaces de hacer con esas condiciones.

Ahí está la cuestión, nuestro poder transformador de las circunstancias es el lado humano de la realidad que se impone. Y ese lado puede rescatarnos de los grises y agrios zarpazos de la vida… si así lo decidimos. Y es que, como dijo Sartre, “somos libres, sin excusas”.

jueves, 8 de abril de 2010

*Los bebés gigantes

Aprendemos a amar desde el primer contacto que tenemos con los brazos que nos acogen. Si nos abrazan con indiferencia o con demasiado recelo, este hecho influirá en nuestras futuras relaciones con los otros y en la persona que llegaremos a ser.

Cyrulnik, en su libro “El amor que cura”, nos habla de niños echados a perder como la fruta para referirse a dos malformaciones afectivas producidas, una por la carencia de afecto y la otra por un exceso de atenciones y cariño.

En el primer caso, el niño que sobrevive en un entorno desprovisto de afecto se desarrolla centrándose en sí mismo, y el hecho de amar a otro le aboca a una experiencia que, por desconocer, le angustia.

En el segundo caso, el niño cebado de afecto aprende a convertirse en el centro del mundo, generando una indiferencia afectiva hacia los demás.

Como vemos, ambos extremos crean dos formas empobrecidas de relación con el otro.

Me voy a centrar en el segundo caso, conocido como “los bebés gigantes”, porque pienso que es el más preocupante en nuestra sociedad actual.

“Los bebés gigantes” viven aislados del mundo, están adormecidos, son pasivos y temerosos. Les cuesta consolidar una personalidad porque el exceso de mimo les asfixia haciéndoles dependientes de sus padres.

Esta pasión ciega por la infancia está dando sus frutos: hijos narcisistas, centrados en sí mismos, pero, al mismo tiempo, inseguros y dependientes del núcleo familiar.

En casos extremos responden al perfil del hijo que maltrata a sus padres como la única salida de esa prisión afectiva tejida por unos padres que no saben crear lazos afectivos que construyan personas autónomas y maduras.

Padres y madres del siglo XXI, si no asumimos la autoridad (con sus dos significados sabiduría y poder) frente a nuestros hijos, puede que un día terminemos en la comisaría denunciándoles para que nos protejan de la violencia de la que de alguna manera habremos sido corresponsables.

Y es que en educación no vale todo. Y, aunque lo hayamos olvidado, todos sabemos que “quien bien te quiere te hará llorar”... alguna vez.