Hace tiempo leí una historia en la que una extraña mujer disfrazada de ninfa se acercó un día a una cantera donde cientos de hombres trabajaban picando piedras durante largas horas. Lo primero que hizo fue mirar las caras de todos aquellos trabajadores y finalmente eligió a dos de ellos por su marcada y diferente expresión en el rostro.
Acercándose al primero le preguntó: ¿Qué te sucede? A lo que él respondió: estoy harto de hacer cada día lo mismo, odio mi trabajo; sus palabras denotaban tristeza, amargura, cansancio...
Se aproximó al segundo y le preguntó: ¿Por qué tienes esa expresión de alegría en tu cara? Y éste contestó: porque ya me queda poco para terminar mi catedral.
La pregunta que nos surge es: ¿Por qué dos respuestas tan distintas en las mismas circunstancias? ¿De qué depende?
Todos sabemos la respuesta: de nosotros mismos. Es absurdo pensar que es “el afuera” lo que nos salvará de la rutina. Tenemos mucho potencial dormido dentro de nosotros, sólo necesitamos creer en ello. Estar bien no es un estado que se alcanza por las circunstancias; no nos faltan ejemplos de gente que lo tiene todo y lo que trasmite no es precisamente alegría. Y podríamos encontrar tantos otros de personas con circunstancias extremadamente duras, incluso enfermas, que nos comunican paz y entusiasmo.
Construyamos, pues, nuestra catedral particular donde poder guarecernos de la rutina, la cotidianidad y el vacío estúpido de los que piensan que son las circunstancias las responsables de lo que somos. Ya lo señaló Ortega y Gasset, “yo soy yo y mis circunstancias”.
Lo que esta frase indica no es que podamos justificar nuestra amargura y victimismo porque las circunstancias de nuestra vida sean o hayan sido negativas; lo que quiere decir es que los elementos externos nos configuran, nos determinan, pero lo que realmente cuenta es lo que nosotros seamos capaces de hacer con esas condiciones.
Ahí está la cuestión, nuestro poder transformador de las circunstancias es el lado humano de la realidad que se impone. Y ese lado puede rescatarnos de los grises y agrios zarpazos de la vida… si así lo decidimos. Y es que, como dijo Sartre, “somos libres, sin excusas”.
Acercándose al primero le preguntó: ¿Qué te sucede? A lo que él respondió: estoy harto de hacer cada día lo mismo, odio mi trabajo; sus palabras denotaban tristeza, amargura, cansancio...
Se aproximó al segundo y le preguntó: ¿Por qué tienes esa expresión de alegría en tu cara? Y éste contestó: porque ya me queda poco para terminar mi catedral.
La pregunta que nos surge es: ¿Por qué dos respuestas tan distintas en las mismas circunstancias? ¿De qué depende?
Todos sabemos la respuesta: de nosotros mismos. Es absurdo pensar que es “el afuera” lo que nos salvará de la rutina. Tenemos mucho potencial dormido dentro de nosotros, sólo necesitamos creer en ello. Estar bien no es un estado que se alcanza por las circunstancias; no nos faltan ejemplos de gente que lo tiene todo y lo que trasmite no es precisamente alegría. Y podríamos encontrar tantos otros de personas con circunstancias extremadamente duras, incluso enfermas, que nos comunican paz y entusiasmo.
Construyamos, pues, nuestra catedral particular donde poder guarecernos de la rutina, la cotidianidad y el vacío estúpido de los que piensan que son las circunstancias las responsables de lo que somos. Ya lo señaló Ortega y Gasset, “yo soy yo y mis circunstancias”.
Lo que esta frase indica no es que podamos justificar nuestra amargura y victimismo porque las circunstancias de nuestra vida sean o hayan sido negativas; lo que quiere decir es que los elementos externos nos configuran, nos determinan, pero lo que realmente cuenta es lo que nosotros seamos capaces de hacer con esas condiciones.
Ahí está la cuestión, nuestro poder transformador de las circunstancias es el lado humano de la realidad que se impone. Y ese lado puede rescatarnos de los grises y agrios zarpazos de la vida… si así lo decidimos. Y es que, como dijo Sartre, “somos libres, sin excusas”.